Por Lic. Martín Agrest, coordinador del Área de Investigación
Un proyecto gastronómico denominado Alamesa, en el barrio de Cañitas de la Ciudad de Buenos Aires, abrió sus puertas como un ultra innovador proyecto de inclusión laboral para personas neurodiversas. Cuarenta jóvenes, divididos en dos equipos de 20, cubren los mediodías de los siete días de la semana en este restaurante cuyo menú fue creado por el chef galardonado con dos estrellas Michelin Takehiro Ohno.
La mayoría de estos jóvenes cuentan con un diagnóstico perteneciente al denominado “espectro autista”; algunos, inclusive, no tienen suficientes habilidades de lecto escritura como para manejarse sin estrategias de colores o posiciones en la mesa para compensar sus dificultades. Muchos, por cierto, ya eran amigos antes de este trabajo.
Alamesa se propone ser un restaurante, elegido por la experiencia gastronómica de excelencia que ofrece, antes que un emprendimiento sociolaboral organizado desde los parámetros de la rehabilitación, la terapia ocupacional o la clínica psicológica. Nada de apelar a la solidaridad, a la tolerancia ni, aún menos, a la compasión.
En tal sentido, se mete de lleno en los debates acerca de cómo promover la recuperación de las personas con problemas de salud mental. ¿Qué tan “en la comunidad” puede ser la recuperación? ¿Debemos organizar servicios de salud mental que ofrezcan adecuada protección frente a la hostilidad social (y del mercado laboral en particular), capacitarlas dentro (de la seguridad) de las instituciones de salud mental y que, luego, si es posible, puedan insertarse y accedan a algún puesto de trabajo? ¿O, debemos brindar apoyo, si hiciera falta, para que todo ese proceso se realice en la comunidad misma y, si es posible, en un puesto laboral? En resumen, ¿este proceso debe tener lugar prioritariamente en los servicios de salud mental o en la comunidad?
Alamesa es un testimonio de la segunda opción. Su originalidad, y la falta de experiencias comparables, da cuenta de la complejidad que involucra y de los recursos que requieren movilizarse. Llevan dos años capacitando a personas en el puesto laboral que las alojará. Pero, además, los procesos del restaurante se fueron adaptando a los futuros empleados (por ejemplo, prescindiendo de cuchillos o fuego, reemplazando texto por colores, y simplificando los cálculos y proporciones en la preparación de los platos). ¿Capacitación para el empleo? Sí. Pero, también procesos laborales adaptados a las posibilidades de sus empleados. Tal vez, algo así sólo sea posible (en semejante grado) únicamente en un emprendimiento nuevo y brillantemente concebido. Tengan o no, sus empleados, problemas de salud mental.
Por lo general, los servicios de salud mental se suelen plantear lo que las personas con problemas de salud mental necesitarían para su inclusión social y ofrecen un menú de actividades a tal fin dentro de su estructura. Alamesa, en cambio, intenta pensar el problema desde la perspectiva de los jóvenes. Esto implica: privilegiar estar con quienes nos sientan más a gusto, con quienes no deban explicar de dónde vienen, qué les pasó, o por qué algo que a otros no les cuesta puede resultarles tan difícil. Todo esto, sin apelar a la buena voluntad de ningún otro. Alamesa apuesta a desarrollar el sentido de pertenencia y comunidad por fuera de los servicios de salud mental y, por lo tanto, sin resignar ni postergar el empleo.
Junto al chef que diseñó el menú, el creador del proyecto, el multitalentoso médico infectólogo pediátrico e investigador Fernando Polack, delineó y sostuvo el proyecto, y dispuso de apoyos variables para que estos jóvenes con neurodiversidad lleven a cabo todas las tareas y sean, realmente, imprescindibles en lo que hacen. No se trata de ningún “favor” ni “juego” a que importa su presencia; si cada uno de estos jóvenes no hace su trabajo el restaurante no puede funcionar.
En tanto padre de Julia, una joven de 25 años integrante del equipo de trabajadores, Fernando Polack se propuso desarrollar un modelo de oportunidad laboral real para personas que, al cabo de los estudios secundarios, encuentran obstáculos (por lo general insalvables) para asegurarse un ingreso económico y un lugar en la comunidad en base a su aporte a la misma, evitando ser “eternos niños postergados”. El proyecto parte de la mirada (sencilla y aguda) de un familiar que, como tantas otras personas, se preocupó por el futuro de su hija.
La replicabilidad de la iniciativa no parece tarea sencilla, aunque podría ser un faro que ilumina las prácticas de salud mental guiadas por la recuperación y un modelo que inspire otros proyectos de excelencia en donde las personas con problemas de salud mental no sean “invitadas” (o accesorias) sino “las dueñas de casa”; un proyecto que no sea “para” ellas, ni “con” ellas, sino “de” ellas. A la mesa, nos están llamando.